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Trump: Cortoplacismo y Geoeconomía

Desde el pasado 20 de enero, en las reuniones del Consejo Nacional de Seguridad que se celebran en la Sala de Situación de la Casa Blanca, el presidente Trump, quien no dispone de ninguna experiencia en política exterior, tendrá a su lado a un Vicepresidente y a un Director de la CIA cuya experiencia se limita a la batalla política en el Congreso, del que eran miembros.

Por otro lado, el Secretario de Estado, quien dirigirá el departamento que orquesta y ejecuta la mayor parte de los recursos de exteriores, proviene del mundo de la gestión empresarial. Y por último, el secretario de Defensa y el Asesor de Seguridad Nacional son ex militares, cuya vasta experiencia se circunscribe mayoritariamente a la gestión de operaciones militares, lejos de las cuestiones más conceptuales y abstractas propias de sus nuevos cargos. La mayor parte de quienes se sentarán a esa mesa junto a Trump, ni individual ni colectivamente poseen práctica diplomática en las regiones del mundo, clave para el sostenimiento del liderazgo estadounidense a nivel mundial, y carecen de experiencia y recorrido en el trato con los grandes poderes regionales, como China, India, Japón, Alemania, Francia o Gran Bretaña. Si bien algunos de ellos gozan de una exitosa carrera empresarial, un valor universal para el presidente electo, éstas resultarán de poco valor en la tarea de conducir asuntos de estado. Varios autores nos recuerdan las similitudes con anteriores administraciones republicanas, donde los designados carecían igualmente de capital político o talante suficiente para la difícil tarea de pilotar una gran potencia, y propugnan el valor añadido que su “estilo diferente” y su desconexión de la casta pueden aportar. Trazando paralelismos algo forzados, Reagan, en el olimpo de los dioses para cualquier republicano, fue el último presidente que llegó a Washington desafiando al “establishment” de su propio partido. Con todo, fue un líder que fijó en 1981 objetivos claros de política exterior y utilizó la tensión creativa de sus asesores, altamente capacitados, para alcanzar el éxito en la negociación bilateral con la URSS de Mikhail Gorbachov. Nada que ver con el postulado casi imposible de comprender que nos presenta Trump en 2017. Hablamos por tanto de un equipo que, muy probablemente, permanecerá poco tiempo al mando, aun cuando la confirmación por parte del Senado, ahora aplastantemente republicano, será rápida.

Si argumentamos que el equipo no será el flotador que mantendrá a salvo a Estados Unidos de unas decisiones inconexas y peligrosas, es preciso intentar prever cómo será la toma de decisiones del propio presidente. Como expresa Thomas Wright de Brookings, “comprender la política exterior de Donald Trump es realmente un ejercicio de separación de la señal y el ruido. Dice y hace tanto, a menudo por capricho, que puede abrumar los sentidos”. Wright evidencia pues lo realmente difícil que resulta concluir si las pequeñas acciones y manifestaciones sobre exteriores forman parte de una estrategia coherente o si simplemente sufre de populismo o incontinencia verbal. La visión iconoclasta y antisistema de Trump sobre el papel de Estados Unidos en el mundo, una actitud crecientemente popular en Estados Unidos, podría ayudarnos a comprender por qué Trump ha criticado los elementos de la estrategia clásica en política exterior, tales como las alianzas de seguridad, la promoción del libre comercio o la exportación de la democracia. Desgraciadamente para él, la popularidad del argumento en las clases medias ajenas al análisis político, no evita hoy que en el nuevo «desorden mundial» generalizado que podemos esperar en las próximas décadas, Estados Unidos ya no liderará el mundo. No comprender esta realidad, que sin duda está ligado con la falta de un equipo de asesores eficaces, fomenta el mantenimiento de una posición de fuerza que Trump, con su particular y prepotente visión empresarial, cree tener. Quizás lo peor de todo ello es que, además de irreal o ilusoria, esta posición de fuerza resulta altamente contagiosa. Tal es así que muchos de los aliados y sobre todo de los competidores, por no denominarlos enemigos todavía, responden a las manifestaciones del “trumpismo” con actitudes alarmantemente asertivas. Sirvan como ejemplo las manifestaciones de un portavoz iraní sobre la innegociabilidad de las pruebas de misiles balísticos, o la amenaza expresada por el embajador de China en Estados Unidos en referencia a «la soberanía nacional y la integridad territorial de China» es decir, de Taiwan. Dadas sus propias contradicciones, es muy probable que Trump, aun con un equipo experto y con alta capacidad de resolución con el que no va a contar en un principio, difícilmente pueda mantener sus postulados actuales. Una buena muestra es la incongruencia de la nueva relación con Rusia, la lucha contra ISIS (creado por la administración Obama) y la cuestión iraní. Al tiempo que ha provocado a Irán manifestándose en contra del acuerdo nuclear (aunque es muy probable que nunca lo haya leído) a nadie se le escapa que para colaborar con Rusia en la eliminación del Estado islámico, Irán es el aliado fundamental en Siria, donde se gesta ya el principio del fin del ISIS. Así que, a pesar de sus manifestaciones y “tweets”, es muy probable que su política anti iraní quede del tamaño de su muro mexicano.

Así, si se ve abocado a cambiar su equipo en los próximos meses, al mismo tiempo que se muestra impotente para cumplir las promesas de campaña, ¿cómo podemos esperar que sea la política exterior de la administración Trump? Muy probablemente el “ad hoc-ismo” terminará por convertirse en el principio rector de la política exterior estadounidense, en lugar de un elemento de ella, como en anteriores administraciones. El gran problema de este funcionamiento será la permanente incertidumbre sobre lo que es negociable y lo que no, así como sobre si un acuerdo para publicitar el lema el “America First” a corto plazo acabará destruyendo realidades estratégicas difícilmente reversibles. Siendo algo euro centristas, podríamos poner ejemplos como la posibilidad de negociar el compromiso de Estados Unidos con todos los miembros de la OTAN, incluyendo en ese todos a los estados más periféricos de la alianza. Otro ejemplo estratégicamente desestabilizador, aunque menos cercano, es el riesgo de mercadear con el compromiso de EE.UU. hacia países como Japón y Corea del Sur, que ha cumplido con la función dual de contener la expansión china hacia el Pacífico y evitar una mayor proliferación nuclear japonesa y surcoreana como método de defensa disuasoria.

Finalmente, aun cuando este “ad hoc-ismo” de Trump parece despertar una vuelta a la estrategia de la «geoeconomía», es decir el uso de instrumentos económicos para «lograr objetivos geopolíticos» es poco probable que Trump pueda mantenerla. Si así lo hiciera mientras Trump tuitea, sus principales rivales como China y Rusia se encuentran muy lejos ya de la realidad de la Guerra Fría y avanzan en la tarea de modelar un mundo menos interesante para Estados Unidos y Occidente destruyendo con ello las posibilidades de sostener la actual posición de liderazgo estadounidense. La elección de Donald Trump exige, por tanto, una reevaluación de nuestro tradicional optimismo anterior sobre la perdurabilidad del nuevo orden mundial. Dimos por hecho que el ascenso de poderes regionales no supondría un desafío a determinadas certezas garantizadas por Estados Unidos. Es hora de considerar la posibilidad y las consecuencias de que un solo político, sin experiencia ni asesoría cualificada, pueda revertir décadas de tendencias mundiales.

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