… el dolor no puede ser causado por el cerebro. El cerebro permite la experiencia, pero no la genera. Pensar que el cerebro provoca dolor es lo mismo que pensar que una guitarra produce música sin que nadie la toque.
Tras la finalización de tus estudios en Psicología, te preparas para el PIR y después formas parte del equipo de investigadores de NEUROEMOTION durante tres años, especializándote en el dolor crónico sin lesión. ¿Qué hace que te atraiga ese ámbito científico? ¿De qué forma ha marcado tu trayectoria profesional?
Ha marcado mi trayectoria de una forma inesperadamente importante. En NEUROEMOTION me encontré un grupo de personas muy comprometidas con su labor, de los que aprendí mucho. A pesar de que fue hace relativamente poco tiempo, ha habido una gran evolución en la concepción del dolor en estos últimos años. Entonces aún se hablaba de dolor psicológico sin saber muy bien a qué se refería este concepto, o del papel del cerebro en aquellos síndromes sin daño físico, pero sin llegar a entender el rol que jugaba. Sin embargo, me decidí por el dolor porque estimé que un psicólogo podía ayudar más en este tipo de síndromes que en las otras enfermedades que se investigaban en el departamento, como por ejemplo la ELA.
Conforme las investigaciones han avanzado, se han producido grandes progresos en el conocimiento del dolor, y hoy en día sabemos que el psicólogo juega un papel central.
Empecé a trabajar en este tipo de trastornos cuando el psicólogo estaba relegado a un papel secundario, un rol que principalmente consistía en ayudar a los pacientes a asumir que tenían que vivir con dolor. Sin embargo, en estos últimos años se ha abierto un universo en cuyo centro está el psicólogo.
En Asasam conoces muy de cerca el cuidado de personas con alguna enfermedad mental y las consecuencias derivadas sufridas por parte de sus familiares. ¿Hasta qué punto la sociedad es consciente de estos daños colaterales? ¿Podrías ayudarnos a sensibilizarnos al respecto?
Asasam fue para mí un aprendizaje extraordinario, no tanto en el sentido de aprender a intervenir como psicólogo, porque la mayoría de las personas con las que tratábamos eran enfermos crónicos y el objetivo principal era ayudarles a sobrellevar su padecimiento, sino en el sentido de conocer de cerca a las personas con enfermedad mental, el sufrimiento que padecen y la importancia del entorno en la formación, mantenimiento y mejora de los trastornos.
Lo que más me llamó la atención fue el malestar que sufren algunos pacientes. Cuando la persona tiene un trastorno severo, tiene una vida muy limitada; es un gran problema para las familias, pero suele tener menos conciencia sobre su problema y sobre cómo es percibido por los demás… Para mí, las personas que más sufren son aquellas que tienen trastornos más leves, con un alto grado de autonomía, pero que sin embargo no llegan a poder desarrollar una vida totalmente autónoma. Esas son las personas que verdaderamente conocen el estigma que supone la enfermedad mental. No encajan en los grupos de personas con trastorno mental, porque se ven mucho mejor y, sin embargo, tampoco entre las personas que no están diagnosticadas de enfermedad mental, por lo que se encuentran totalmente vendidos.
En estas personas lo que mejor funciona no son los fármacos o la psicoterapia; lo ideal, y lo más complicado, es lograr un proyecto de vida: un trabajo, unas amistades, una pareja, un hobby…, y para eso sería necesario pulir aún más el estigma que persigue a los trastornos mentales.
Durante cuatro años (2014-2018) trabajas con personas afectadas por la fibromialgia y la fatiga crónica. Otras dos grandes desconocidas y malentendidas por parte de quienes no las padecen. ¿Cómo viven estas personas estos trastornos? ¿Cuál es tu valoración profesional respecto de los tratamientos que reciben?
La fibromialgia es una patología doble. Por un lado, está el sufrimiento que provoca el dolor y, por otro, el que provoca la incomprensión. Ni médicos, ni familiares ni amigos suelen entender a estos pacientes y los malabares que se ven obligados a llevar a cabo para poder sobrevivir al dolor.
Cuando te rompes una pierna, recibes todo el cariño y apoyo de las personas de alrededor; hay una lesión evidente y nos compadecemos de la persona. En cambio, en la fibromialgia no hay nada físico que justifique ese dolor. El médico no sabe ya qué prueba hacerle o a qué especialista derivarla, su pareja está cansada de que siempre esté dolorida y no quiera hacer planes y en el trabajo no entienden las continuas bajas… Así que sus vidas se convierten en un tortuoso peregrinaje por consultas de especialistas que no consiguen aliviar su dolor.
Hoy sabemos que el hecho de que te duela el hombro no quiere decir que tengas una lesión en esa zona; quiere decir que tu organismo estima que la tienes. La mayoría de las veces, esa estimación es correcta, pero puede percibir lesión sin haberla. Así que, una vez descartada la lesión, deberíamos tratar de cambiar la percepción para que el organismo deje de responder con dolor. Sin embargo, los tratamientos actuales, en vez de hacer eso, insisten en buscar la supuesta lesión que causa el dolor provocando que la estimación se agudice y, por tanto, duela más. O bien tratan de intervenir en el cerebro de acuerdo a supuestos síndromes como el dolor neuropático o la sensibilización central, sin darse cuenta de que el dolor no puede ser causado por el cerebro. El cerebro permite la experiencia, pero no la genera. Pensar que el cerebro provoca dolor es lo mismo que pensar que una guitarra produce música sin que nadie la toque.
En definitiva, el enfoque organicista que domina la salud actualmente los mete en un callejón sin salida. El tratamiento enfocado a cambiar la percepción, que tan buenos resultados da, no es muy conocido aún.
Este año complejo marcado por la pandemia, como fruto de tu experiencia profesional de los últimos años, has publicado el libro La migraña no se cura, se desactiva. ¿No tiene cura? ¿Podrías hablarnos de tu propuesta de desactivación?
No tiene cura, no, y la razón es muy simple: tras más de 2000 años buscando la causa orgánica de la migraña, ni siquiera con la tecnología de la que disponemos hoy, nadie ha sido capaz de encontrar algo que curar en la cabeza de un migrañoso.
La medicina, centrada en un modelo organicista, con una insistencia que tiene más que ver con la fe que con la ciencia, busca esa estructura o proceso que causa el dolor. Sin embargo, el dolor es una emoción que no existe en lo absoluto, como algo que brota de un tejido dañado, un grupo de neuronas o una proteína. De la misma forma que el miedo no es propiedad del león, sino la respuesta de un organismo que valora al león como amenazante, el dolor no brota del tejido dañado sino de un organismo que percibe el tejido dañado como una amenaza para la integridad de la persona. El dolor siempre va adscrito a un sistema de creencias y valores que percibe una amenaza y, como tal, siempre tiene un origen mental, aunque se sienta en el cuerpo. Así, de la misma forma que una inofensiva paloma puede desencadenar una reacción de pánico, un delicioso queso curado puede desencadenar una migraña.
La migraña no es debida a un fallo orgánico. Esa hipótesis solo ayuda a cronificar la migraña; no es casualidad que los neurólogos especialistas en migraña sean el grupo de población que más la padece. La migraña es un mecanismo de defensa puesto en marcha cuando no procede. Como los pacientes desconocen que todo dolor, incluso el asociado a un daño físico, tiene un origen mental, piensan que ir al psicológico para superar la migraña, es asumir que su dolor es inventado o que deberán llegar a los traumas infantiles que supuestamente provocan el dolor actual… sin embargo, psicológico no quiere decir inventado, y el trabajo consiste desmontar una percepción inoportuna, no en bucear en el inconsciente.
Lo más importante no es que la cabeza duela; al 90% de las personas les ha dolido la cabeza en algún momento de su vida. Lo relevante es qué hace la persona cuando le duele la cabeza. La migraña es una hipótesis del organismo que, dependiendo de cómo responda la persona, tenderá a ser aceptada para cronificarse o rechazada para desaparecer.
Por lo tanto, la migraña no se cura, no hay nada que curar. El origen de la migraña es una inoportuna percepción que debemos cambiar.
A la luz de tu propia experiencia, ¿qué aconsejarías a las y los Alumni recién titulados/as de la Universidad de Deusto a la hora de orientar la especialización de su carrera profesional?
A la hora de elegir una especialización, yo trataría de armonizar dos aspectos: qué me gusta y qué demanda el mercado.
Lo primero porque, si te gusta lo que haces, vas a estar en condiciones de hacer un trabajo mucho mejor del que harías si lo haces únicamente porque hay que trabajar. Y lo segundo porque tenemos que ofrecer algo que la sociedad necesite: no vale de nada ofrecer un producto buenísimo si no tenemos quién nos lo compre. La cuestión no es buscar trabajo, sino ofrecer algo que la sociedad demande, cubrir una necesidad. Nos guste o no, vivimos en un sistema que te devuelve en función de lo que aportas; si ofreces algo bueno, te lo vamos a comprar. Hay muchas personas deseando pagar por aquello que realmente quieren.
También tendría en cuenta que, ahora más que nunca, son esenciales las habilidades transversales. Hay que estudiar y especializarse; sin embargo, vivimos en una era en la que una sola persona, con un móvil, puede crear una plataforma con la que llegar a millones de espectadores. Para maximizar nuestras opciones tenemos que dominar esa tecnología y esa capacidad de comunicar.
Dándote las gracias por habernos dedicado tu tiempo, nos queda una última pregunta: ¿qué recuerdos guardas y te gustaría compartir de tus años como estudiante en Deusto?
Guardo muy buenos recuerdos porque yo tenía muy claro que quería estudiar psicología y lo hice con mucha ilusión. Mi interés por la psicología surgió gracias a una amiga que estaba cursando la carrera en Deusto. Me contaba lo que hacía en clase, yo veía sus apuntes y ojeaba sus libros… y poco a poco me empezó a interesar el tema, tanto que incluso iba a clase con ella sin estar matriculado, como oyente. Recuerdo cómo algunos de sus compañeros me miraban como a un bicho raro al saber que estaba allí escuchando sin tener ninguna obligación, solo por el hecho de conocer aquello de cerca. No conseguía entender todo, porque estábamos en una clase de 4º, cuando psicología era una licenciatura de cinco años, y sin una base previa había cosas que se me escapaban. Sin embargo, con aquellas “jornadas de puertas abiertas particulares” que hice, no tuve ninguna duda de que quería estudiar psicología.
Recuerdo con mucho cariño a los compañeros con los que compartí aquellos años, y solo me faltó una cosa: haber hecho algún año de Erasmus en el extranjero, porque creo que hubiera sido una experiencia muy enriquecedora.